El
objeto de estas palabras no es aportar ninguna teoría novedosa
acerca de la política criminal, ya que la bibliografía abunda, sino
intentar reflexionar brevemente sobre el clima de alarma social que
parece haber sido infundido desde determinados sectores sociales, muy
especialmente a partir del debate sobre la necesidad o no de bajar el
límite de la edad de inimputabilidad penal de las personas. Así
como hace unos meses sufrimos las inclemencias del “clima
destituyente”, ahora uno de alarma social de inseguridad ciudadana
nos amenaza con la posibilidad de tomar fuerza de tormenta política.
La tesis es que tal “alarma social” no encuentra mayor asidero en
la vida real, y sólo tiene fundamento en razones políticas a partir
de la acción conjunta de algunos importantes medios de comunicación
y sectores políticos que buscarían así mayor protagonismo e
iniciativa para condicionar la política nacional y la agenda de
legislación y, de paso, contribuir a dar base social a la formación
de esa “nueva derecha” que hace poco explicaban los intelectuales
de Carta Abierta.
1.
El
miedo es una forma de disciplinamiento social, como muy bien lo
relata y demuestra Pilar Calveiro en la experiencia concentracionaria
del terrorismo de estado. El uso político de los discursos sobre la
seguridad forma parte de nuestra historia reciente, como lo demuestra
la Doctrina de Seguridad Nacional con su invención del enemigo
interno. Ahora, el anuncio de la liquidación de las AFJP, la crisis
financiera mundial, el alza del dólar, las amenazas de despidos e
incluso de recesión, son el contexto en el que se instala esta nueva
crisis de “seguridad ciudadana”. Pero en este caso, además del
miedo, la subjetividad que emerge ante el “clamor vecinal”
encuentra su sustento en un dilema estructural de la formación de
conciencia de los argentinos: la vieja dualidad civilización o
barbarie, fundante ideológico del orden oligárquico, aparece a
lo largo de nuestra historia de las más variadas formas desde el
SXIX hasta hoy.
El
concepto de seguridad ciudadana, de origen en los países centrales,
fue importado en nuestro país a mediados de los ochenta, para
explicar el fenómeno de la criminalidad y dar cuenta de la
existencia de dos categorías diferentes de sujetos; una la de “el
ciudadano”, legítimo sujeto de derechos, y otra la del
“delincuente”, que justamente por su accionar propio de su
condición era considerado como enemigo de la sociedad y por lo tanto
de subjetividad disminuida, es decir, una persona inferior.
El
discurso de la seguridad ciudadana remite al lenguaje de la guerra,
crea enemigos que suelen corporizarse y tomar forma en las imágenes
que difunden los medios de comunicación, crea territorios en donde
aquél se refugia, crea órdenes y supuestos valores perdidos que son
necesarios recuperar; inventan banderas y consignas que justifican la
guerra, aunque la realidad sea distinta. La ley, el orden y el
progreso han sido desde el siglo XIX los ideales del positivismo en
el que tuvieran base ideológica los proyectos de naciones
dependientes en nuestro continente, justificando la inferioridad del
ser americano y la impureza del mestizaje propio de la identidad
nativa, frente a la superioridad del europeo blanco, propietario,
varón y adulto. En definitiva, justificando la dependencia
económica, política y cultural de nuestros países, y su modelo de
sociedad oligárquica y estratificada.
La
proyección del positivismo criminológico ha servido de sustento
“científico” al racismo en nuestros países, al desprecio y
persecución de los gauchos, los criollos, los negros, los indios y
hasta los inmigrantes con ideas socialistas o anarquistas. La
metáfora biologicista recupera vitalidad porque, después de todo,
está aún en la memoria de los sectores más reaccionarios y en
ellos hace eco el discurso de la última dictadura cívico militar.
El derecho penal juvenil ha sido consecuencia de todo ello.
2.
El
sistema legal de las personas menores de edad. Nuestro
país fue pionero en establecer lo que se denomina el derecho
tutelar. Es decir, la intervención estatal, a través de jueces y
asesores, principalmente con el encierro en institutos o bien con
seguimiento judiciales, se justifica con la finalidad de dar
cuidados, reeducar y resociabilizar. Hay dos intervenciones: la de la
justicia penal y la de la justicia tutelar, ambas en cabeza del mismo
juez pero con reglas procesales y fines normativos diferentes. Como
un monstruo de dos cabezas. El viejo positivismo de la criminología
encontró su cristalización en la ley de patronato (10903) de 1919
(ley Agote). Se interviene a las personas menores de edad (sean
victimarios o víctimas de delito) que, sin importar el resultado del
proceso penal, se verifique una situación de desamparo moral o
material, a criterio de la autoridad judicial. Así se justificaba la
privación de la libertad sin causa penal al menos hasta que
cumpliera los 18 o los 21 años según el caso. La internación no
era considerada por la ley, ni por muchos jueces, como privación de
libertad sino eufemísticamente como un acto de protección hacia el
joven o niño. A esto se le suman las leyes 22278 y 22803 (años 1980
y 1983, respectivamente), que establecen el régimen penal de menores
-aún hoy vigentes-, y el sistema de inimputabilidad absoluta y
relativa. Los menores de 16 años no son punibles en ningún caso
(por lo que toda causa penal es sobreseída, aunque son sometidos a
la mencionada intervención tutelar), y los menores de 18, pero
mayores de 16, sí lo son por delitos superiores a una pena máxima
de dos años, y les rige la imputabilidad plena (y también son
intervenidos tutelarmente). Finalmente, en cumplimiento con la
Convención sobre los derechos del niño (que establece la privación
de la libertad como último recurso), el Congreso nacional sancionó
la ley 26061 (de proteccion integral de derechos de la infancia) que
derogó la ley Agote, aunque no legisló directamente sobre materia
penal.
Los
medios de “El medio”. El diario Clarín, en su edición del
28/10/2008, publicó en su portada el siguiente titular: “Provincia
de Buenos Aires. Crecen 80% los delitos cometidos por menores (en
negrita y mayúscula).” Abajo, aclara: “Son cifras oficiales
en lo que va del año, respecto de 2007. Hasta septiembre se
denunciaron 9.970 delitos en los participaron jóvenes de 16 a 18
años. En esa franja de edad están los detenidos por el crimen del
ingeniero en San Isidro”. En las páginas interiores, el diario
publicó estadísticas cuya fuente citada es “Expedientes de la
justicia bonaerense” . En coincidencia con Clarín, el
gobernador de la provincia de Buenos Aires, Scioli pide bajar la edad
de la inimputabilidad.
Ya
desde el propio titular la información es confusa. Porque si la
mención es de jóvenes entre 16 y 18 años, no son menores sino
adultos. Es decir, no habría de qué alarmarse porque la pena que se
les va aplicar en hipótesis es la misma que la de un adulto (salvo
que sea de delitos leves de dos años de máximo o de acción privada
o de multa e inhabilitación). En cuanto a la cita de la fuente, las
dudas se multiplican a poco que se advierte que los expedientes no
realizan estadísticas. Pero continuemos con la estadística. El
autor de la nota, -¡que se le olvidó firmarla!- no se priva
de afirmar que “por donde se mire, en los gráficos, la
tendencia es la misma: cada vez más chicos cometen delito.”
Miremos, entonces. Habría subido la comisión de delitos cometidos
por personas de entre 16 y 18 años de edad, cuya pena supera los dos
años (robo simple y calificado, homicidio calificado –de 4 a 20-,
privación ilegítima de la libertad, abuso sexual). Reitero, si es
así no hay de qué preocuparse, porque si la cuestión es evitar la
inimputabilidad, no es el caso. Sí es el caso del hurto, pero el
dato publicado indica que se ha registrado en todo este año 3588
hechos de hurto cometidos por menores de 18 años; para todo el
territorio de la provincia no parece un número que pueda justificar
verdadera alarma. O al menos eso me parece a mí.
Pero
el punto realmente extraño es respecto de los menores entre 14 y 16
años, porque estos sí son inimputables absolutos, más allá de que
pueden privados de su libertad mediante la internación en institutos
de menores por aplicación del derecho tutelar (hoy en crisis). El
número más abultado es que el robo simple creció de 1260 a 1440;
sigo pensando que no me parece tanto. Pero el robo de automotores
habría bajado de 76 a 73. Al igual que el homicidio calificado, de 6
a 5. No veo cuál es la razón que justifique la alarma detonada.
Y
además sólo se computó un único secuestro extorsivo. Por suerte,
el año pasado también hubo uno, ya que de no haberse cometido
habríamos registrado el ciento por ciento de aumento de secuestros
extorsivos cometidos por menores, y ahí sí que seguro todos
estaríamos muchos más alarmados.
La
mano blanda. Entre 1997 y 2003 hubo en nuestro país diez
sentencias de reclusión o prisión perpetua (doce condenados) a
personas menores de 18 años de edad. En ningún otro país
latinoamericano se registró algo similar. Cinco son de Tribunales
Orales de menores de la ciudad de Buenos Aires, tres de Mendoza, una
de Catamarca y la restante de Santa Cruz. En septiembre de 2003 el
estado argentino fue condenado por la Corte Interamericana de
derechos humanos por el caso de Walter Bulacio (muerto en 1991 en
Capital Federal) a pagar las reparaciones, a continuar con la
investigación, sancionar a los responsables y a evitar hechos como
el del caso.
Esto,
tal vez, ayude a explicar porqué hasta sino después de aquel año,
no eran recurrentes las protestas callejeras contra la inseguridad.
La
mano dura. En los últimos días ocurrió un hecho relevante y
esclarecedor acerca de las consecuencias de la política criminal. El
ministerio de desarrollo social de la nación, UNICEF y la UNTREF
publicaron estadísticas. En este caso las dio a conocer Página 12,
el 8 de octubre pasado, y la nota no es de carácter anónimo, sino
que la firmó Mariana Carbajal. En el país –a fin de 2007- habría
6299 jóvenes menores de 18 años de edad con procesos judiciales
abiertos. De esos, 1529 están privados de su libertad. Unos 270
están internados con régimen semicerrados y pueden salir, por
ejemplo, para ir a la escuela. El resto, 4495, están bajo programas
no privativos de la libertad. Mientras, en el 2007 había 2377 chicos
privados de su libertad.
En
la ciudad de Buenos Aires, entre el 2003 y la actualidad, el índice
de internado en los institutos (que dependen de la Nación) descendió
casi un 50 por ciento.
Sólo
resta comentar que el diario Clarín, ese día se hizo eco también
de este informe reproduciendo los mismos datos, y en su portada
mencionaba la crisis financiera de los Estados Unidos y la “fuerte
intervención del Banco Central para evitar una suba mayor del
dólar”.
Primera
conclusión, es que como se advierte, no es necesario bajar la edad
de la inimputabilidad a menos de 16 años para llevar a cabo
políticas de irracionales de represión. Segunda conclusión, el
actual regimen penal de menores no es obstáculo para llevar adelante
una política criminal razonable y respetuosa de las garantías
constitucionales. Prueba de ello es que en los últimos años, sin
haberse avanzado en profundidad en la creación de medidas
alternativas (como manda la ley 26061), los jueces parecen
gradualmente ya no adoptar el encierro como primera medida procesal,
en una reconducción del sistema normativo. El tiempo dirá qué tan
sustancial es el cambio, si se consolida o se retrocede. Visto de ese
modo, tal vez sí los sectores que protestan en San Isidro o Villa
Ballester, ahora tengan de qué alarmarse.
3.
Como
vemos las estadísticas no ayudan a condensar el nuevo clima de
tormenta alentado a soplos por medios de comunicación y políticos;
y el aspecto jurídico tampoco. Claman por una realidad de guerra que
no existe. Si buscamos una explicación sociológica propongo
retornar a Juan José Hernández Arregui. Él decía que es
justamente la ubicación social de las clases medias la que conduce a
sus individuos al “moralismo”, quienes “al fracasar en la lucha
social o al mantenerse estancados son proclives a la protesta moral”.
Ella es provocada por ese “sentimiento de distancia frente al
proletariado, enlazados a creencias de superioridad que les permiten
a sus individuos autoengañarse ante el temor del descenso social”.
No hay guerra, pero están los tambores llamando. Y no es solo miedo
lo que sustenta el “clamor vecinal” sino que hay un uso político
de ese moralismo, es el que clama frente a una realidad que les
parece adversa, ante la cual piden revancha, si no es en las urnas
que sea en las calles, esa es su auténtica alarma.
Observando
nuestra historia vemos que a ese moralismo razones y discursos no le
faltan.
Javier
Azzali, noviembre de 2008.
Fuentes:
Sentencias
de reclusión perpetua y prisión perpetua a personas menores de 18
años de edad en la República Argentina (1997-2003), Colegio de
Abogados de la Capital Federal y UNICEF.
Página
12, 8/10/2008.
Clarín,
28/10/2008.
Nacionalismo y liberación, de
J.J.Hernández Arregui, Peña Lillo.
Criminología, aproximación desde un
margen, de Eugenio Raúl Zaffaroni.
Poder y desaparición,
los campos de concentración en Argentina, Pilar Calveiro
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