La continuidad en el poder de gobiernos populares es uno de los
hechos fundamentales de la etapa actual en Nuestra América. Desde
posiciones conservadoras se los rebaja de categoría política y se
reduce todo al capricho de “mayorías que piden ser esclavizadas”
(Benegas Lynch (h)) o a versiones “espantosas de populismo” y “la
dictadura de los votos” (B. Mitre, director del diario La Nación).
En cambio, Nicolás Casullo los calificaba de procesos populistas
atravesados por categorías propias: pueblo, caudillo,
antiimperialismo, constitución de una patria postergada. Ernesto
Laclau usa el término populismo en un sentido también
reivindicatorio, aunque relativizando el lugar de las organizaciones
políticas y sindicales tradicionales. Ante una historia de
fragmentación semicolonial y postergación socio económica, los
procesos actuales son experiencias democratizadoras y de
participación popular, que expresan la superación de la utopía
conservadora de la extinción del estado de los años 90, derivación
del etnocéntrico “fin de la historia".
La vieja categoría de movimiento nacional sigue siendo de utilidad
para explicarlos, e indica que, en un mundo dividido en dos campos,
el de las naciones opresoras y las oprimidas, la dominación de las
primeras genera movimientos políticos de resistencia y emancipación
en las segundas cuya tarea histórica a realizar es la cuestión
nacional, es decir la ruptura y superación de esa relación de
dependencia, con perspectiva continental. La clave consiste en
diferenciar entre el nacionalismo de un país opresor del de uno
oprimido; en aquél su rol es regresivo (es el caso del patrioterismo
imperial de EUA), mientras que en el segundo es progresivo si asume
la perspectiva antiimperialista y popular. En ellos concurren
diferentes sectores sociales que, en distinto grado y con diferente
conciencia de ello, son oprimidos por el orden oligárquico, como los
obreros, campesinos, mineros o la pequeña burguesía urbana y la
rural. La esencia del movimiento nacional es la unidad de todos ellos
para su confrontación política con la oligarquía. El peronismo del
45 y el yrigoyenismo en nuestro país, el MNR en Bolivia en los 50,
el Apra en Perú en los 30, el varguismo en Brasil, la revolución
cubana y la mejicana de 1910, son algunos de los movimientos nacional
latinoamericanos en la historia política del siglo XX.
Sus posiciones actualmente contienen al mismo tiempo las tesis
antiimperialista, distribucionista, desarrollista y democrática,
aunque en cada país lo haga de modo distinto. Más allá de que unos
proclaman el capitalismo nacional y otros el socialismo del siglo
XXI, sus principales medidas, con resultado disímiles, tienden a: 1)
la construcción de un bloque regional (la Patria Grande), 2) la
recuperación de la capacidad de acción del estado, 3) el desarrollo
de las fuerzas productivas locales con agregado de valor que permita
superar la estructura primaria de las economías y 4) la redirección
del excedente hacia el bienestar común y reivindicación social de
los postergados. La fórmula básica parece ser la intervención del
estado para captar el excedente económico y luego redistribuirlo a
los sectores populares por vía de salud, educación, vivienda,
caminos, infraestructura en general, programas sociales, etc. Es el
caso de Chávez cuando dice que ahora el petróleo venezolano está
al servicio de todo el pueblo, así como los de Bolivia, Ecuador y
Perú, aunque en todos ellos las economías han continuado con un
alto grado de primarización. Argentina y Brasil tienen la
particularidad de contar con desarrollo industrial, pero mayormente
concentrado y extranjerizado. La nota saliente en la región es la
gran reducción de la pobreza, en forma notable para nuestro país
(según la Cepal).
De esto se desprende el carácter combinado que los movimientos
nacionales parecen presentar (una suerte de doble cara) que, no sin
cierto abuso de viejas denominaciones, se puede calificar de nacional
popular y nacional desarrollista, según asuma con prioridad una
política de desarrollo productivo o de redistribución social.
Este doble rol ya estaba explicitado desde hace tiempo, en una época
en que el capital no había adquirido formas tan concentradas y
especulativas como ahora, y encontramos por ejemplo la Constitución
guatemalteca de 1945 de Arévalo: “La meta fundamental es liquidar
el semifeudalismo, organizar un capitalismo moderno y democrático y
defender los intereses públicos con criterio nacionalista”. O en
la argentina de 1949 de Perón, cuando enunciaba que el capital debía
estar “al servicio de la economía nacional y el bienestar”.
Ninguno de los gobiernos han asumido en forma absoluta uno de los
rasgos con exclusión del otro, pero cabe alertar que la aparición
de uno adquiere prevalencia sobre el otro. La primacía desarrollista
admite un esquema de restricciones y menos redistribución, pero muy
lejos está de parecerse a los ajustes del neoliberalismo cuya
consecuencia inversa es la recesión y retracción productiva.
En este punto dejamos planteado la cuestión de la tensión provocada
por la combinación del doble y simultáneo rol distribucionista y
desarrollista: el desarrollo industrial, promovido para crear valor
propio y avanzar en la construcción de la “patria postergada”,
exige para inversión, subsidio y fomento destinar recursos que el
Estado capta y que, en alguna medida, sustrae de aquella distribución
de la riqueza.
Ahora, si bien el pueblo sería beneficiario del desarrollo
productivo, lo cierto es que, como dice Emir Sader “tenemos una
burguesía rentista, que vive de la especulación que resiste a la
reconversión del modelo de hegemonía financiera a un modelo
productivo”. Y esto que lo dice para Brasil, es válido para todo
el continente. Después de todo el capital no tiende a producir sino
a acumular y concentrarse, por lo que la cuerda se tensa justo cuando
el Estado pretende regular y disciplinar al capital.
La importancia de esto radica en que, en el caso de una política
popular o distribucionista, el sustento y beneficiario directo son
los sectores oprimidos y tradicionalmente excluidos, mientras que en
el otro, el desarrollista el protagonismo lo toma la elite
empresarial local. En uno el eje es la redistribución; en el otro,
el desarrollo. Parecen dos polos que tensionan la cuerda sobre la
cual el proyecto nacional hace un difícil equilibrio. Ahí es cuando
las contradicciones sociales –en especial el conflicto
capital-trabajo- toman protagonismo y parece en escena una suerte de
utopías neodesarrollista en la que el bienestar común parece
confiarse en la capacidad de las elites empresariales locales, con
eco de la conservadora “teoría del derrame”. Es por eso un
debate central la viabilidad o no de una burguesía nacional, el rol
del capital extranjero y la inversión productiva y uso de tecnología
que se carece –¡y se necesita!- y, por supuesto, la búsqueda de
formas alternativas de producción.
Entonces, al mismo tiempo que avanzan los movimientos nacionales y se
profundiza el proceso de emancipación, se realzan las
contradicciones sociales, en una heterogeneidad de reivindicaciones
propia de la estructura social diversa, deformada e injusta. De ahí
que el devenir y destino del curso histórico depende del modo en que
se resuelvan, atiendan y superen la puja entre los intereses
contrapuestos. Álvaro García Linera ha atendido con suma atención
este fenómeno, bajo el concepto de “tensiones creativas”, ya que
de éstas puede surgir una alternativa superadora de lo existente de
significado progresivo. En la historia del siglo veinte
latinoamericano, la experiencia de los movimientos nacionales nos
indica que esta tensión es la clave de su progreso pero también de
su declinación. La postergación de los sectores populares y de
trabajadores, y su falta de organización suficiente ha sido una de
las causas principales. El conflicto social debe ser resuelto al
interior del proyecto nacional, sin que la heterogeneidad de
intereses en pugna derive hacia una ruptura del movimiento nacional.
La clausura de los movimientos nacionales en una forma renovada de
populismo de derecha es un riesgo presente, en virtud de esa tarea
“desarrollista” que asume el nacionalismo y la posibilidad que
termine adoptando prioritariamente la perspectiva de una pequeña
burguesía urbana, universitaria o industrial.
Mientras tanto, en buena parte de nuestro continente la
transformación social puede resumirse en lo que Álvaro García
Linera describe sobre Bolivia: “Los indígenas, que estaban
predestinados a ser campesinos, obreros, porteros o meseros, hoy son
ministros, legisladores, directores de empresas públicas,
magistrados de justicia, gobernadores o presidente”, que es la
superación de lo que, en otra época, decía el Che Guevara:
“Prefiero ser indio analfabeto a millonario norteamericano”. Las
fuerza reactivas por la vigencia de órdenes oligárquicos son
poderosas, pero los movimientos políticos populares en su búsqueda
propia están funcionando y abren nuevos caminos de radicalización
democrática hacia el horizonte. El que, como el mismo Vice boliviano
ha dicho, una de sus posibilidades -¡pero solo una entre otras!- es
el socialismo.
JA
Publicado en Señales Populares (2014).
No hay comentarios:
Publicar un comentario