viernes, 8 de julio de 2016

Los caminos abiertos de América Latina. Algunas reflexiones sobre los movimientos nacionales.


La continuidad en el poder de gobiernos populares es uno de los hechos fundamentales de la etapa actual en Nuestra América. Desde posiciones conservadoras se los rebaja de categoría política y se reduce todo al capricho de “mayorías que piden ser esclavizadas” (Benegas Lynch (h)) o a versiones “espantosas de populismo” y “la dictadura de los votos” (B. Mitre, director del diario La Nación). En cambio, Nicolás Casullo los calificaba de procesos populistas atravesados por categorías propias: pueblo, caudillo, antiimperialismo, constitución de una patria postergada. Ernesto Laclau usa el término populismo en un sentido también reivindicatorio, aunque relativizando el lugar de las organizaciones políticas y sindicales tradicionales. Ante una historia de fragmentación semicolonial y postergación socio económica, los procesos actuales son experiencias democratizadoras y de participación popular, que expresan la superación de la utopía conservadora de la extinción del estado de los años 90, derivación del etnocéntrico “fin de la historia".
La vieja categoría de movimiento nacional sigue siendo de utilidad para explicarlos, e indica que, en un mundo dividido en dos campos, el de las naciones opresoras y las oprimidas, la dominación de las primeras genera movimientos políticos de resistencia y emancipación en las segundas cuya tarea histórica a realizar es la cuestión nacional, es decir la ruptura y superación de esa relación de dependencia, con perspectiva continental. La clave consiste en diferenciar entre el nacionalismo de un país opresor del de uno oprimido; en aquél su rol es regresivo (es el caso del patrioterismo imperial de EUA), mientras que en el segundo es progresivo si asume la perspectiva antiimperialista y popular. En ellos concurren diferentes sectores sociales que, en distinto grado y con diferente conciencia de ello, son oprimidos por el orden oligárquico, como los obreros, campesinos, mineros o la pequeña burguesía urbana y la rural. La esencia del movimiento nacional es la unidad de todos ellos para su confrontación política con la oligarquía. El peronismo del 45 y el yrigoyenismo en nuestro país, el MNR en Bolivia en los 50, el Apra en Perú en los 30, el varguismo en Brasil, la revolución cubana y la mejicana de 1910, son algunos de los movimientos nacional latinoamericanos en la historia política del siglo XX.
Sus posiciones actualmente contienen al mismo tiempo las tesis antiimperialista, distribucionista, desarrollista y democrática, aunque en cada país lo haga de modo distinto. Más allá de que unos proclaman el capitalismo nacional y otros el socialismo del siglo XXI, sus principales medidas, con resultado disímiles, tienden a: 1) la construcción de un bloque regional (la Patria Grande), 2) la recuperación de la capacidad de acción del estado, 3) el desarrollo de las fuerzas productivas locales con agregado de valor que permita superar la estructura primaria de las economías y 4) la redirección del excedente hacia el bienestar común y reivindicación social de los postergados. La fórmula básica parece ser la intervención del estado para captar el excedente económico y luego redistribuirlo a los sectores populares por vía de salud, educación, vivienda, caminos, infraestructura en general, programas sociales, etc. Es el caso de Chávez cuando dice que ahora el petróleo venezolano está al servicio de todo el pueblo, así como los de Bolivia, Ecuador y Perú, aunque en todos ellos las economías han continuado con un alto grado de primarización. Argentina y Brasil tienen la particularidad de contar con desarrollo industrial, pero mayormente concentrado y extranjerizado. La nota saliente en la región es la gran reducción de la pobreza, en forma notable para nuestro país (según la Cepal).
De esto se desprende el carácter combinado que los movimientos nacionales parecen presentar (una suerte de doble cara) que, no sin cierto abuso de viejas denominaciones, se puede calificar de nacional popular y nacional desarrollista, según asuma con prioridad una política de desarrollo productivo o de redistribución social.
Este doble rol ya estaba explicitado desde hace tiempo, en una época en que el capital no había adquirido formas tan concentradas y especulativas como ahora, y encontramos por ejemplo la Constitución guatemalteca de 1945 de Arévalo: “La meta fundamental es liquidar el semifeudalismo, organizar un capitalismo moderno y democrático y defender los intereses públicos con criterio nacionalista”. O en la argentina de 1949 de Perón, cuando enunciaba que el capital debía estar “al servicio de la economía nacional y el bienestar”. Ninguno de los gobiernos han asumido en forma absoluta uno de los rasgos con exclusión del otro, pero cabe alertar que la aparición de uno adquiere prevalencia sobre el otro. La primacía desarrollista admite un esquema de restricciones y menos redistribución, pero muy lejos está de parecerse a los ajustes del neoliberalismo cuya consecuencia inversa es la recesión y retracción productiva.
En este punto dejamos planteado la cuestión de la tensión provocada por la combinación del doble y simultáneo rol distribucionista y desarrollista: el desarrollo industrial, promovido para crear valor propio y avanzar en la construcción de la “patria postergada”, exige para inversión, subsidio y fomento destinar recursos que el Estado capta y que, en alguna medida, sustrae de aquella distribución de la riqueza.
Ahora, si bien el pueblo sería beneficiario del desarrollo productivo, lo cierto es que, como dice Emir Sader “tenemos una burguesía rentista, que vive de la especulación que resiste a la reconversión del modelo de hegemonía financiera a un modelo productivo”. Y esto que lo dice para Brasil, es válido para todo el continente. Después de todo el capital no tiende a producir sino a acumular y concentrarse, por lo que la cuerda se tensa justo cuando el Estado pretende regular y disciplinar al capital.
La importancia de esto radica en que, en el caso de una política popular o distribucionista, el sustento y beneficiario directo son los sectores oprimidos y tradicionalmente excluidos, mientras que en el otro, el desarrollista el protagonismo lo toma la elite empresarial local. En uno el eje es la redistribución; en el otro, el desarrollo. Parecen dos polos que tensionan la cuerda sobre la cual el proyecto nacional hace un difícil equilibrio. Ahí es cuando las contradicciones sociales –en especial el conflicto capital-trabajo- toman protagonismo y parece en escena una suerte de utopías neodesarrollista en la que el bienestar común parece confiarse en la capacidad de las elites empresariales locales, con eco de la conservadora “teoría del derrame”. Es por eso un debate central la viabilidad o no de una burguesía nacional, el rol del capital extranjero y la inversión productiva y uso de tecnología que se carece –¡y se necesita!- y, por supuesto, la búsqueda de formas alternativas de producción.
Entonces, al mismo tiempo que avanzan los movimientos nacionales y se profundiza el proceso de emancipación, se realzan las contradicciones sociales, en una heterogeneidad de reivindicaciones propia de la estructura social diversa, deformada e injusta. De ahí que el devenir y destino del curso histórico depende del modo en que se resuelvan, atiendan y superen la puja entre los intereses contrapuestos. Álvaro García Linera ha atendido con suma atención este fenómeno, bajo el concepto de “tensiones creativas”, ya que de éstas puede surgir una alternativa superadora de lo existente de significado progresivo. En la historia del siglo veinte latinoamericano, la experiencia de los movimientos nacionales nos indica que esta tensión es la clave de su progreso pero también de su declinación. La postergación de los sectores populares y de trabajadores, y su falta de organización suficiente ha sido una de las causas principales. El conflicto social debe ser resuelto al interior del proyecto nacional, sin que la heterogeneidad de intereses en pugna derive hacia una ruptura del movimiento nacional. La clausura de los movimientos nacionales en una forma renovada de populismo de derecha es un riesgo presente, en virtud de esa tarea “desarrollista” que asume el nacionalismo y la posibilidad que termine adoptando prioritariamente la perspectiva de una pequeña burguesía urbana, universitaria o industrial.
Mientras tanto, en buena parte de nuestro continente la transformación social puede resumirse en lo que Álvaro García Linera describe sobre Bolivia: “Los indígenas, que estaban predestinados a ser campesinos, obreros, porteros o meseros, hoy son ministros, legisladores, directores de empresas públicas, magistrados de justicia, gobernadores o presidente”, que es la superación de lo que, en otra época, decía el Che Guevara: “Prefiero ser indio analfabeto a millonario norteamericano”. Las fuerza reactivas por la vigencia de órdenes oligárquicos son poderosas, pero los movimientos políticos populares en su búsqueda propia están funcionando y abren nuevos caminos de radicalización democrática hacia el horizonte. El que, como el mismo Vice boliviano ha dicho, una de sus posibilidades -¡pero solo una entre otras!- es el socialismo.
JA
Publicado en Señales Populares (2014).

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