La actuación pública de los operadores del derecho en general, y
del poder judicial en particular, se encuentra en debate desde hace
un tiempo. Recurrimos a definiciones públicas del Dr. Eugenio Raúl
Zaffaroni como punto de partida para la comprensión del problema de
la justicia y su inusual protagonismo en los asuntos políticos del
país, mientras las desigualdades sociales crecen y se reanuda la
destrucción del patrimonio público y la subordinación nacional a
los poderes financieros mundiales. Zaffaroni es sin duda uno de los
juristas argentinos de mayor prestigio internacional, actual juez de
la Corte Interamericana de Derechos Humanos y ex juez de la Corte
Suprema de Justicia de la Nación, a cuyos plenarios en ocasiones ha
ido sin corbata y en guayabera, contra la elegancia de los sacos y
corbatas de los otros cortesanos.
Alguna vez ha hecho mención a “la partidización
de la justicia”, término mediante el cual designa al
posicionamiento de un sector judicial a favor de los intereses del
monopolio mediático y el capital transnacional, en desmedro de los
grandes problemas del país. Para ayudar a la comprensión de este
problema, me parece importante recurrir además a una interpretación
desde la historia, la cual nos lleva a reflexionar sobre el
predominio de posiciones oligárquicas y elitistas en los sectores
judiciales, posiblemente sin rupturas y cambios trascendentes desde
su origen, aunque siempre haya habido –y las hay actualmente-
corrientes disidentes y hasta simples “francotiradores”. Este
carácter tradicional oligárquico del judicialismo argentino es, en
verdad, común al resto de los países latinoamericanos en tanto
expresa la hegemonía de las elites aristocráticas en alianza con el
capital extranjero, tornando al poder judicial como el poder político
más reaccionario y conservador de la triada constitucional, en
comparación con el ejecutivo y el legislativo que al menos permiten
cierta alternancia.
Tomar partido.
Esta justicia de clase desde su origen fue un poder político al
servicio del orden semicolonial y oligárquico. La Corte Suprema, su
mayor expresión institucional y jerárquica, es parte fundamental de
esta historia. Fue puesta en funcionamiento en 1862 por el presidente
Barolomé Mitre, al mismo tiempo que éste daba inicio a su guerra de
policía contra los pueblos del interior para someterlos al dictado
del orden oligárquico, uno de los primeros genocidios. Era el país
en el que, mientras la Constitución de 1853 proclamaba la abolición
de la pena de muerte por causas política, se pasaba por la cuchilla
al Chacho Peñaloza y a miles de paisanos federales. En 1858 el
gobierno separado de Buenos Aires, con Pastor Obligado a la cabeza
–no la del muerto- y el respaldo legalista de Mitre, Valentín
Alsina y De la Riestra, fusiló a 120 hombres, entre los cuales el
General Jerónimo Costa, pese a que la pena de muerte por causas
políticas estaba abolida en la Constitución. Se inauguraba una
doble vara que iba a caracterizar al republicanismo local. Uno de los
primeros cortesanos fue Salvador María del Carril, quien en su
juventud había aconsejado a Lavalle fusilar sin juicio previo al
gobernador bonaerense Manuel Dorrego. Esta es la marca de origen del
poder judicial, creado para legitimar la represión de los más
débiles y la dependencia. Desde entonces el sector judicial ha sido
una pieza clave en el armado del país dependiente y socialmente
desigual. Cubre de barniz lo opaco, lo vuelve de un brillo leguleyo y
abstracto.
Con sede en la ciudad puerto de Buenos Aires, la
Corte custodió al modelo agroexportador de dependencia económica.
El Código Civil –la auténtica “carta magna” de nuestro país,
poniéndola los jueces por encima de la propia Constitución
Nacional1-
fue su guía suprema para brindar la más completa protección de la
propiedad privada y de la renta extraordinaria de la clase
terrateniente, a la par que avalarían la cruda y sistemática
represión a las organizaciones sindicales y de anarquistas. La
identificación del poder judicial con el dominio elitista era
completa, llegando incluso dos abogados de capitales ingleses, como
Quintana y Ortiz, a ocupar la presidencia de la nación. La política
social de Hipólito Yrigoyen sería puesta en vilo judicialmente en
nombre de la defensa del derecho a la propiedad privada.
En 1930, la Corte avalaría el golpe a Yrigoyen
–aunque no sería su autora- y luego la sumisión nacional a Gran
Bretaña con el pacto Roca-Runciman, el “estatuto legal del
coloniaje”. El peronismo cambiaría el curso de la historia del
país y también el judicial, cuando Perón al asumir promovería el
juicio político a los cortesanos a causa de haber obstaculizado el
funcionamiento del recientemente creado fuero del fuero laboral, en
contra del interés de los trabajadores. Perón dijo entonces, “pongo
el espíritu de la justicia por encima del Poder Judicial”.
A partir del retorno oligárquico con la dictadura
de 1955, la Corte iniciaría una nueva etapa signada por pomposas
declaraciones de derechos y garantías, mientras el país era
sometido a dictaduras y represiones, como la persecución y cárcel a
sindicalistas y militantes, los fusilamientos de junio de 1956, la
derogación de constitución de 1949 por un bando militar –con lo
cual la dictadura reconocía explícitamente su intención de no ser
una nación socialmente justa, políticamente soberana y
económicamente libre- y sustituida por una anémica e hipócrita
reforma en 1957. También, el tenebroso Plan Conintes, la
proscripción electoral del peronismo, la represión y la seguidilla
de dictaduras. Los setenta encontrarían al Poder Judicial en su rol
de avanzada en la represión contra las formaciones especiales con el
denominado y célebre “Camarón”, y en la dictadura de 1976 como
colaboracionista de primera mano rechazando habeas corpus, como se
demostró en el caso de la Morgue Judicial.
En los años noventa, la justicia, como mínimo, omitió denunciar el
saqueo del patrimonio público y en más de un caso la Corte le
brindó protección, mientras se dedicó a perseguir el peligrosísimo
delito de tenencia de estupefacientes para consumo personal. Su
actuación, en general, ha promovido la criminalización de la
pobreza y la protesta social ante la debacle neoliberal; en el 2002
la Corte, como fue de público conocimiento y a través del juez
Nazareno, amenazó con declarar la inconstitucionalidad de la
pesificación asimétrica, lo que hubiera empujado al país hacia el
abismo financiero. También, ya después de 2003, se cuenta la
negativa de algunos jueces de la Casación Penal en avanzar en los
juicios de lesa humanidad contra los represores, así como tiempo
después las interminables cautelares a favor de los grupos
económicos.
Esta connivencia entre pocos y cierta endogamia familiar fue
advertida con lucidez en los años treinta por el escritor Ramón
Doll quien, pese a sus personales vaivenes reaccionarios, nos legó
la mejor caracterización del poder judicial cuando, en plena década
infame, al que definía como la tiranía de los curiales. Así
denominaba al núcleo de abogados que enlazados entre sí a través
de parentescos (la familia judicial), amistades y favores, pasan de
cargo en cargo: de jueces y fiscales a la facultad de derecho, y de
ésta al estudio jurídico del gran capital extranjero. Decía, “son
siempre los mismos apellidos, son los yernos y sus suegros, los
hermanos y los cuñados”, el profesor y el alumno, todos juntos en
una rosca garantizada por el mito de la inamovilidad del cargo.
Arturo Jauretche, en el tiempo de contrarrevolución conservadora y
revancha de clase de la dictadura de 1955, incluyó dentro del
sistema de zonceras destinadas a impedir el conocimiento real de
nuestro país, a las del hábeas corpus y las prohibición de la
confiscación de bienes –las que solo creen los abogados recién
recibidos- y de la abolición de la pena de muerte por causas
políticas.
El desprecio por el la protección del ejercicio
de la soberanía, lo encontramos en concepciones como las del ex juez
Carlos Fayt quien, en los años 40, antes incluso de que según
Jauretche fuera fabricado como personaje por los diarios La Nación y
La Prensa, criticaba al peronismo y al radicalismo porque, a su
entender, compraban los votos y, por eso, en vez de soberanía
argentina había que decir la “sobornería argentina”.
En definitiva, no solo se trata del predominio de una elite judicial
para proteger jurisdiccionalmente el orden oligárquico y
dependiente, sino también para difundir los mitos del colonialismo
cultural, mediante la utilización de la doctrina jurídica y su
consabido prestigio académico y doctoral. El mito de la
autodenigración nacional sobrevuela todo el tiempo en estos
criterios judiciales, así como lo que Jauretche denominaba la
zoncera madre, o sea el mito fundador del resto del sistema de ideas
que componen el colonialismo cultural, la falsa dicotomía entre la
civilización y la barbarie, donde todo hecho nativo y propio era
bárbaro y denigrado, mientras que lo importado y ajeno (europeo y
sajón principalmente) era civilizado. La justicia muchas veces se
presenta como un acto de mesianismo civilizador frente a la barbarie,
que casualmente siempre son de la misma clase social.
Después de todo, la condición de país sometido, no es obstáculo
para que los hijos del sistema judicial mantengan sus privilegios, es
decir, como decía con sapienza criolla uno, su pequeño lugar bajo
el sol del país semicolonial.
No es difícil ver la revancha de clase en la detención a la que es
sometida Milagro Sala en Jujuy o Alejandro Salvatierra en Capital
Federal, quienes justamente representan, cada uno a su manera, el
avance de los sectores populares en los reclamos por sus derechos
sociales: es una represalia al desafío de los pobres a los más
poderosos por reclamar sus derechos sociales. En la historia de
nuestro país, la persecución judicial a los líderes de los
movimientos nacional y popular es también expresión de lo mismo,
como lo padecieron de diferente manera Hipólito Yrigoyen y Juan
Perón, y actualmente contra Cristina Fernández.
Este predominio histórico en el ámbito judicial de una concepción
oligárquica y elitista de país, explica el regreso a posiciones
conservadoras como las del fallo “Vera” del Tribunal Supremo
porteño que justificó requisas personales de la policía sin orden
judicial, contra transeúntes en una estación ferroviaria; o la
prohibición del derecho a huelga de trabajadores no afiliados a un
sindicato, por parte de la Corte Suprema de Nación.
Para terminar.
Una lectura básica de la historia nos muestra a un poder judicial en
el que predominaron los sectores con preferencia a la protección de
los intereses de los más poderosos y en desprecio de la soberanía
nacional. Volviendo a la inquietud de Zaffaroni transcripta al
principio de esta nota, tal vez no exista el partido judicial, sino
un predominio político en el ámbito de la justicia a lo largo de la
historia, de jueces y fiscales al servicio del partido oligárquico.
Entonces, así expuesto, el partido judicial en verdad se trata de
una rama extendida del frente oligárquico y conservador
Zaffaroni en sus intervenciones públicas, como la
del Centro Cultural Enrique Santos Discépolo, en Plaza Irlanda y en
el Café de los Patriotas del barrio de La Paternal, se preocupó por
tener una perspectiva latinoamericana para observar que los sectores
dominantes han logrado en la región lo que antes lo hacían por
medio de golpes de estado. Ahora, los cambios de régimen se obtienen
con utilización de la institucionalidad del propio estado de
derecho, como en los casos de Honduras, Paraguay y, recientemente,
Brasil, para lo cual fue imprescindible la participación activa de
los sectores judiciales.”.
Zaffaroni en una entrevista de Martín Granovsky, en Página/12 del
14 de enero de 2013, sostenía que un poder político no es
democrático sólo porque proviene de elección directa, sino porque
es indispensable para que la democracia funcione. No es solo una
cuestión de legitimidad de origen –decía que “al final, la
única fuente constitucional de poder es siempre el pueblo, en forma
directa o indirecta”-, sino también de contenido, o sea si se
orienta en defensa de los derechos humanos y sociales, y de la
soberanía nacional. Afirmaba que “cómo armar un Poder Judicial es
un problema político, constitucional, y la Constitución es un
código político, de gobierno. Siempre lo ha sido. No puede negarse
la esencia de los fenómenos, la naturaleza de las cosas, si no se
quiere caer en el ridículo o en la insensatez. Por eso, pese a la
marca de origen histórico señalada y el predomino acentuado desde
entonces hasta la actualidad, el poder judicial, como los otros
poderes políticos, no deja de ser un campo de disputa por la
hegemonía. Uno de los hechos por los cuales se recordará al ciclo
político nacional y democrático de los últimos años –de los
mucho que hay- es el de haber puesto en evidencia la dimensión
política del poder judicial, pero también por no haber podido o
sabido reconvertir la administración de justicia en ese mismo
sentido nacional y democrático, o, en otras palabras, en
descolonizarla.
Javier Azzali, julio de 2016.
1
Como referencia corta al nuevo código civil y comercial unificado,
digo que resulta progresivo en el ámbito de la familia, donde han
trabajado los juristas más progresistas y con sensibilidad social,
pero ha sido lo contrario en el ámbito de contratos comerciales y
en materia de la defensa de la propiedad privada, por ejemplo
autorizando la prórroga de jurisdicción del país.
Imágen: Detalle de un mural ubicado en el edificio del Supremo Tribunal de México, del autor Rafale Cauduro.
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