jueves, 12 de enero de 2017

LA TRADICIÓN OLIGÁRQUICA DEL PODER JUDICIAL


La actuación pública de los operadores del derecho en general, y del poder judicial en particular, se encuentra en debate desde hace un tiempo. Recurrimos a definiciones públicas del Dr. Eugenio Raúl Zaffaroni como punto de partida para la comprensión del problema de la justicia y su inusual protagonismo en los asuntos políticos del país, mientras las desigualdades sociales crecen y se reanuda la destrucción del patrimonio público y la subordinación nacional a los poderes financieros mundiales. Zaffaroni es sin duda uno de los juristas argentinos de mayor prestigio internacional, actual juez de la Corte Interamericana de Derechos Humanos y ex juez de la Corte Suprema de Justicia de la Nación, a cuyos plenarios en ocasiones ha ido sin corbata y en guayabera, contra la elegancia de los sacos y corbatas de los otros cortesanos.
Alguna vez ha hecho mención a “la partidización de la justicia”, término mediante el cual designa al posicionamiento de un sector judicial a favor de los intereses del monopolio mediático y el capital transnacional, en desmedro de los grandes problemas del país. Para ayudar a la comprensión de este problema, me parece importante recurrir además a una interpretación desde la historia, la cual nos lleva a reflexionar sobre el predominio de posiciones oligárquicas y elitistas en los sectores judiciales, posiblemente sin rupturas y cambios trascendentes desde su origen, aunque siempre haya habido –y las hay actualmente- corrientes disidentes y hasta simples “francotiradores”. Este carácter tradicional oligárquico del judicialismo argentino es, en verdad, común al resto de los países latinoamericanos en tanto expresa la hegemonía de las elites aristocráticas en alianza con el capital extranjero, tornando al poder judicial como el poder político más reaccionario y conservador de la triada constitucional, en comparación con el ejecutivo y el legislativo que al menos permiten cierta alternancia.

Tomar partido.
Esta justicia de clase desde su origen fue un poder político al servicio del orden semicolonial y oligárquico. La Corte Suprema, su mayor expresión institucional y jerárquica, es parte fundamental de esta historia. Fue puesta en funcionamiento en 1862 por el presidente Barolomé Mitre, al mismo tiempo que éste daba inicio a su guerra de policía contra los pueblos del interior para someterlos al dictado del orden oligárquico, uno de los primeros genocidios. Era el país en el que, mientras la Constitución de 1853 proclamaba la abolición de la pena de muerte por causas política, se pasaba por la cuchilla al Chacho Peñaloza y a miles de paisanos federales. En 1858 el gobierno separado de Buenos Aires, con Pastor Obligado a la cabeza –no la del muerto- y el respaldo legalista de Mitre, Valentín Alsina y De la Riestra, fusiló a 120 hombres, entre los cuales el General Jerónimo Costa, pese a que la pena de muerte por causas políticas estaba abolida en la Constitución. Se inauguraba una doble vara que iba a caracterizar al republicanismo local. Uno de los primeros cortesanos fue Salvador María del Carril, quien en su juventud había aconsejado a Lavalle fusilar sin juicio previo al gobernador bonaerense Manuel Dorrego. Esta es la marca de origen del poder judicial, creado para legitimar la represión de los más débiles y la dependencia. Desde entonces el sector judicial ha sido una pieza clave en el armado del país dependiente y socialmente desigual. Cubre de barniz lo opaco, lo vuelve de un brillo leguleyo y abstracto.
Con sede en la ciudad puerto de Buenos Aires, la Corte custodió al modelo agroexportador de dependencia económica. El Código Civil –la auténtica “carta magna” de nuestro país, poniéndola los jueces por encima de la propia Constitución Nacional1- fue su guía suprema para brindar la más completa protección de la propiedad privada y de la renta extraordinaria de la clase terrateniente, a la par que avalarían la cruda y sistemática represión a las organizaciones sindicales y de anarquistas. La identificación del poder judicial con el dominio elitista era completa, llegando incluso dos abogados de capitales ingleses, como Quintana y Ortiz, a ocupar la presidencia de la nación. La política social de Hipólito Yrigoyen sería puesta en vilo judicialmente en nombre de la defensa del derecho a la propiedad privada.
En 1930, la Corte avalaría el golpe a Yrigoyen –aunque no sería su autora- y luego la sumisión nacional a Gran Bretaña con el pacto Roca-Runciman, el “estatuto legal del coloniaje”. El peronismo cambiaría el curso de la historia del país y también el judicial, cuando Perón al asumir promovería el juicio político a los cortesanos a causa de haber obstaculizado el funcionamiento del recientemente creado fuero del fuero laboral, en contra del interés de los trabajadores. Perón dijo entonces, “pongo el espíritu de la justicia por encima del Poder Judicial”.
A partir del retorno oligárquico con la dictadura de 1955, la Corte iniciaría una nueva etapa signada por pomposas declaraciones de derechos y garantías, mientras el país era sometido a dictaduras y represiones, como la persecución y cárcel a sindicalistas y militantes, los fusilamientos de junio de 1956, la derogación de constitución de 1949 por un bando militar –con lo cual la dictadura reconocía explícitamente su intención de no ser una nación socialmente justa, políticamente soberana y económicamente libre- y sustituida por una anémica e hipócrita reforma en 1957. También, el tenebroso Plan Conintes, la proscripción electoral del peronismo, la represión y la seguidilla de dictaduras. Los setenta encontrarían al Poder Judicial en su rol de avanzada en la represión contra las formaciones especiales con el denominado y célebre “Camarón”, y en la dictadura de 1976 como colaboracionista de primera mano rechazando habeas corpus, como se demostró en el caso de la Morgue Judicial.
En los años noventa, la justicia, como mínimo, omitió denunciar el saqueo del patrimonio público y en más de un caso la Corte le brindó protección, mientras se dedicó a perseguir el peligrosísimo delito de tenencia de estupefacientes para consumo personal. Su actuación, en general, ha promovido la criminalización de la pobreza y la protesta social ante la debacle neoliberal; en el 2002 la Corte, como fue de público conocimiento y a través del juez Nazareno, amenazó con declarar la inconstitucionalidad de la pesificación asimétrica, lo que hubiera empujado al país hacia el abismo financiero. También, ya después de 2003, se cuenta la negativa de algunos jueces de la Casación Penal en avanzar en los juicios de lesa humanidad contra los represores, así como tiempo después las interminables cautelares a favor de los grupos económicos.
Esta connivencia entre pocos y cierta endogamia familiar fue advertida con lucidez en los años treinta por el escritor Ramón Doll quien, pese a sus personales vaivenes reaccionarios, nos legó la mejor caracterización del poder judicial cuando, en plena década infame, al que definía como la tiranía de los curiales. Así denominaba al núcleo de abogados que enlazados entre sí a través de parentescos (la familia judicial), amistades y favores, pasan de cargo en cargo: de jueces y fiscales a la facultad de derecho, y de ésta al estudio jurídico del gran capital extranjero. Decía, “son siempre los mismos apellidos, son los yernos y sus suegros, los hermanos y los cuñados”, el profesor y el alumno, todos juntos en una rosca garantizada por el mito de la inamovilidad del cargo.
Arturo Jauretche, en el tiempo de contrarrevolución conservadora y revancha de clase de la dictadura de 1955, incluyó dentro del sistema de zonceras destinadas a impedir el conocimiento real de nuestro país, a las del hábeas corpus y las prohibición de la confiscación de bienes –las que solo creen los abogados recién recibidos- y de la abolición de la pena de muerte por causas políticas.
El desprecio por el la protección del ejercicio de la soberanía, lo encontramos en concepciones como las del ex juez Carlos Fayt quien, en los años 40, antes incluso de que según Jauretche fuera fabricado como personaje por los diarios La Nación y La Prensa, criticaba al peronismo y al radicalismo porque, a su entender, compraban los votos y, por eso, en vez de soberanía argentina había que decir la “sobornería argentina”.
En definitiva, no solo se trata del predominio de una elite judicial para proteger jurisdiccionalmente el orden oligárquico y dependiente, sino también para difundir los mitos del colonialismo cultural, mediante la utilización de la doctrina jurídica y su consabido prestigio académico y doctoral. El mito de la autodenigración nacional sobrevuela todo el tiempo en estos criterios judiciales, así como lo que Jauretche denominaba la zoncera madre, o sea el mito fundador del resto del sistema de ideas que componen el colonialismo cultural, la falsa dicotomía entre la civilización y la barbarie, donde todo hecho nativo y propio era bárbaro y denigrado, mientras que lo importado y ajeno (europeo y sajón principalmente) era civilizado. La justicia muchas veces se presenta como un acto de mesianismo civilizador frente a la barbarie, que casualmente siempre son de la misma clase social.
Después de todo, la condición de país sometido, no es obstáculo para que los hijos del sistema judicial mantengan sus privilegios, es decir, como decía con sapienza criolla uno, su pequeño lugar bajo el sol del país semicolonial.
No es difícil ver la revancha de clase en la detención a la que es sometida Milagro Sala en Jujuy o Alejandro Salvatierra en Capital Federal, quienes justamente representan, cada uno a su manera, el avance de los sectores populares en los reclamos por sus derechos sociales: es una represalia al desafío de los pobres a los más poderosos por reclamar sus derechos sociales. En la historia de nuestro país, la persecución judicial a los líderes de los movimientos nacional y popular es también expresión de lo mismo, como lo padecieron de diferente manera Hipólito Yrigoyen y Juan Perón, y actualmente contra Cristina Fernández.
Este predominio histórico en el ámbito judicial de una concepción oligárquica y elitista de país, explica el regreso a posiciones conservadoras como las del fallo “Vera” del Tribunal Supremo porteño que justificó requisas personales de la policía sin orden judicial, contra transeúntes en una estación ferroviaria; o la prohibición del derecho a huelga de trabajadores no afiliados a un sindicato, por parte de la Corte Suprema de Nación.
Para terminar.
Una lectura básica de la historia nos muestra a un poder judicial en el que predominaron los sectores con preferencia a la protección de los intereses de los más poderosos y en desprecio de la soberanía nacional. Volviendo a la inquietud de Zaffaroni transcripta al principio de esta nota, tal vez no exista el partido judicial, sino un predominio político en el ámbito de la justicia a lo largo de la historia, de jueces y fiscales al servicio del partido oligárquico. Entonces, así expuesto, el partido judicial en verdad se trata de una rama extendida del frente oligárquico y conservador
Zaffaroni en sus intervenciones públicas, como la del Centro Cultural Enrique Santos Discépolo, en Plaza Irlanda y en el Café de los Patriotas del barrio de La Paternal, se preocupó por tener una perspectiva latinoamericana para observar que los sectores dominantes han logrado en la región lo que antes lo hacían por medio de golpes de estado. Ahora, los cambios de régimen se obtienen con utilización de la institucionalidad del propio estado de derecho, como en los casos de Honduras, Paraguay y, recientemente, Brasil, para lo cual fue imprescindible la participación activa de los sectores judiciales.”.
Zaffaroni en una entrevista de Martín Granovsky, en Página/12 del 14 de enero de 2013, sostenía que un poder político no es democrático sólo porque proviene de elección directa, sino porque es indispensable para que la democracia funcione. No es solo una cuestión de legitimidad de origen –decía que “al final, la única fuente constitucional de poder es siempre el pueblo, en forma directa o indirecta”-, sino también de contenido, o sea si se orienta en defensa de los derechos humanos y sociales, y de la soberanía nacional. Afirmaba que “cómo armar un Poder Judicial es un problema político, constitucional, y la Constitución es un código político, de gobierno. Siempre lo ha sido. No puede negarse la esencia de los fenómenos, la naturaleza de las cosas, si no se quiere caer en el ridículo o en la insensatez. Por eso, pese a la marca de origen histórico señalada y el predomino acentuado desde entonces hasta la actualidad, el poder judicial, como los otros poderes políticos, no deja de ser un campo de disputa por la hegemonía. Uno de los hechos por los cuales se recordará al ciclo político nacional y democrático de los últimos años –de los mucho que hay- es el de haber puesto en evidencia la dimensión política del poder judicial, pero también por no haber podido o sabido reconvertir la administración de justicia en ese mismo sentido nacional y democrático, o, en otras palabras, en descolonizarla.

Javier Azzali, julio de 2016. 


1 Como referencia corta al nuevo código civil y comercial unificado, digo que resulta progresivo en el ámbito de la familia, donde han trabajado los juristas más progresistas y con sensibilidad social, pero ha sido lo contrario en el ámbito de contratos comerciales y en materia de la defensa de la propiedad privada, por ejemplo autorizando la prórroga de jurisdicción del país.

Imágen: Detalle de un mural ubicado en el edificio del Supremo Tribunal de México, del autor Rafale Cauduro.

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