Una concepción histórica del movimiento obrero organizado lo ubica
como la columna vertebral del frente nacional por su fortaleza y
capacidad de movilización. Pero actualmente la clase trabajadora se
encuentra en una situación de ambivalencia, en donde se muestra, por
un lado, fortalecida si se observa el período abierto desde el año
2001 hasta ahora, pero, por el otro, si lo que se observa es el trazo
largo desde, al menos, 1974 –con el fin del liderazgo de Perón-,
su posición social aparece sensiblemente debilitada. En efecto, la
sub utilización de la fuerza de trabajo (subocupación más
desocupación) podría ser un indicador claro de esa debilidad: en el
período 1974-1983 la tasa era del 10%, en 1983-1993 del 15%, en 2002
se alcanzó el pico máximo de 40%, y en 2013 rondó el 14% (INDEC).
Al mismo tiempo, en la actualidad los trabajadores sufrimos una
fuerte división socioeconómica. La primera es entre ocupados y
desocupados, donde la tasa de desempleo actual se ubica en un índice
similar al del inicio de los noventa. Luego la separación se da
entre los ocupados con empleo registrado y los no registrados: el
trabajo no registrado es ahora del 34,6 %, mientras en 1974 era del
17%. También hay que diferenciar entre los sindicalizados y los
fuera de cualquier filiación y defensa gremial, siendo que los
primeros además tienen divididas sus posiciones. Por su cuenta, los
trabajadores desocupados se baten entre los índices de pobreza e
indigencia, en mayor o menor medida según los efectos positivos de
la importante política de inclusión social en vigencia. También
hay que contar a los trabajadores rurales, en general omitidos en la
cultura urbana (el 89 % de la población vive en ámbitos urbanos),
cuya división está entre los empleados, en su mayoría informales y
con bajos ingresos, y los pequeños productores que luchan por
sobrevivir e integrarse al tejido productivo de un modo digno y
sustentable. Finalmente, después de todo esto, se destaca el sector
obrero industrial ligado a la metalúrgica y siderúrgica, como el
más dinámico y con el peso del tradicional proletariado urbano, aún
con las deformaciones propias del crecimiento en una economía
dependiente.
En este panorama, la clase trabajadora muestra una heterogeneidad
social que merece ser destacada a la hora de repensar su rol en el
movimiento nacional de liberación, a diferencia de 1974 o incluso
más atrás en el tiempo, en 1945, particularmente en un proceso de
alta concentración empresaria y presencia del capital extranjero.
Pero esto no significa en lo más mínimo desmerecer la fuerza que
pueda alcanzar el sindicalismo ni los movimientos sociales. Para esto
hay que considerar el lugar del sindicalismo en las relaciones de
producción, en el conflicto capital-trabajo y al interior del Estado
en sus diferentes niveles, su presencia en todo el país como ningún
partido político la tiene, su posibilidad de movilizar en forma
orgánica trabajadores y de alcanzar una representación nacional con
raíces en programas como el de Huerta Grande (1957), La Falda
(1962), o la CGT de los Argentinos (1968), la declaración de CETERA
(1973), los 26 puntos de la CGT de Ubaldini o los documentos de la
CTA en los noventa, entre muchos otros de importancia. Y los
movimientos sociales su capacidad de elevar propuestas concretas de
economía popular y social. Más allá de las debilidades debe
prevalecer la certeza que el protagonismo popular es la clave en la
conformación de una alianza social, para enfrentar al poder
oligárquico y orientar las políticas de Estado, hacia el objetivo
de una mayor participación de los trabajadores en el ingreso y de
avanzar en la emancipación nacional.
JA
Publicado en Señales Populares, mayo de 2014
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