Arturo Jauretche fue, por sobre todo, un
político escritor. Fue político porque militó en las filas
yirgoyenistas de FORJA en la década infame, se alió a Perón a
partir del ’43 acercándole los cuadernos de FORJA en donde
escribía Scalabrini Ortiz, cumpliendo el importante rol de nexo
entre un movimiento nacional que ya no existía y el otro que irrumpí
en la escena política, fue director del Banco de la Provincia de
Buenos Aires durante la gobernación de Domingo Mercante, fue hombre
de la resistencia peronista y militó en la causa nacional popular
hasta su fallecimiento el 25 de mayo de 1974, entreverándose en
inigualables polémicas con los representantes del liberalismo
conservador. Fue escritor con las obras Ejército y Política,
Política nacional y revisionismo histórico, Plan Prebisch: el
retorno al coloniaje, y tal vez su obras de mayor envergadura, Los
profetas del odio (y la yapa), El medio pelo en la sociedad argentina
y Manual de zonceras, entre otras de notable valor por su profundidad
y acierto.
Cuando alguna vez a Jauretche le preguntaron como quisiera que lo
recordaran, él dijo que como alguien que pensaba en nacional antes
que un intelectual. Así denunciaba la falta de compromiso con los
problemas nacionales de gran parte de la intelectualidad argentina
que, por deslumbrarse con lo europeo, descuidaba hasta el punto de
ser funcional a los proyectos conservadores.
Todo su pensamiento está guiado por un principio regulador
–epistemológico, diría un cientista social- resumido en la frase
“hay que volver a la realidad”. Mirar al país desde los hechos y
no desde las ideas que es el modo de fugarse de la realidad al
suplantarla por la ideología civilizada. Se trata, entonces, de
“pensar en nacional”.
El colonialismo pedagógico impide ver al país con ojos propios, lo
que lleva necesariamente a desvalorizar todo lo nativo y nacional,
frente a todo lo importado y extranjero. Esto nos pasa hoy a los
argentinos, cuando vemos que al país real que avanza y está en
movimiento se lo quiere ocultar con un “país virtual” que se
construye desde los medios de comunicación tradicionales y
hegemónicos, y que es tan catastrófico como la fuerza del
prejuicio. La Patria, para el pensamiento oligárquico hegemónico es
un sistema institucional, una forma política, “una idea
abstracta, que unas veces toma el nombre de civilización,
otras el de libertad, otras el de democracia”.
El sistema de zonceras es expresión de esa pedagogía colonial, cuya
zoncera madre es la falsa dicotomía entre el supuesto mundo
civilizado y la barbarie nativa (“¡los cabecitas negras!”), de
donde se desprenden otras como la auto denigración (“¡qué país
de mierda!”) o que el mal que aqueja a la Argentina es la extensión
cuya creencia imposibilitaría cualquier geopolítica nacional. Como
otros, esa falsa disyuntiva de civilización o barbarie ha sido la
clave de la cultura colonizada de nuestro país, la zoncera madre
porque “parió a todas” las demás, que se ha venido
reactualizando en cada época porque la clase dominante la necesita
para asegurar sus políticas de predominio. La pedagogía colonial
como aspecto central de la dominación social de los sectores
poderosos, ha motivado la preocupación de otros autores de otro
tiempo y lugar como el caso de Antonio Gramsci, quien veía al campo
de la cultura un lugar de lucha de posiciones para lograr la
hegemonía. Que en el campo universitario se haya leído primero a
Gramsci antes que a Jauretche, es también una muestra de las
dificultades para acceder a nuestros pensadores. O que los aparatos
ideológicos del Estado, según Althusser, hayan sido leídos primero
que la crítica demoledora de Jauretche a los programas escolares y
la diatriba de los grandes diarios, también forma parte de una
academia y cultura ilustrada un tanto desorientada.
Jauretche predicaba con firmeza: “Descubrir las zonceras que
llevamos dentro es un acto de liberación”, y con esto se
adelantaba no solo a la llegada a la Argentina de Gramsci, sino
también a la de Foucault. A los deslumbrados les preguntaba “¿para
qué pierden el tiempo en criticar la sociedad de consumo cuando en
la Argentina se consume cada vez menos?, ¿para qué discuten la ley
de divorcio si el gran problema de las multitudes argentinas es
casarse y el otro gran problema es el de los hijos con apellido
materno?”.
Para pensar en nacional es necesario revisar la historia oficial.
Jauretche lo expresaba a su manera: “la
política es la historia del presente como la historia es la política
del pasado”. Los auténticos
protagonistas de nuestra historia son las masas populares (“los
criollos alegres”, les decía), que luchan por construir un país
que sea de todos, superando al elitista creado por los sectores
ilustrados y de la oligarquía. La historia escrita por el
liberalismo conservador expresado en el mitrismo, le ha negado esa
condición protagónica a los sectores populares. De ahí que sea
fundamental conocer nuestro pasado a partir de la revisión de la
historia oficial, como conciencia de nuestra realidad presente y
orientación colectiva para el futuro. Su crítica se dirige contra
la derecha oligárquica como a la izquierda liberal representada
esencialmente en el Partido Socialista y en el Partido Comunista, en
la medida en que también éstos aceptan acríticamente la
historiografía liberal conservadora del mitrismo y parten del mismo
supuesto “zonzo” de denigración de lo nacional. Esta condición
de respeto por los mitos de la historia oficial pese a sostener una
prédica izquierdista, le valió el mote de mitro marxismo.
Palabras como vendepatria, cipayo, oligarquía, tilingo, snob,
guarango, zonceras y colonialismo cultural, se incorporaron al
vocabulario político nacional con Jauretche, pero no desde la
perspectiva de alguna moda intelectual pasajera, sino desde la fuerza
de la originalidad que significa ponerle nombre a fenómenos y
situaciones sociales propias de nuestro país.
Hay que dejar de ser sonso, y para ello hay que criticarse: “soy
apenas un sonso avivado”, decía Jauretche de si mismo. “Hay que
desaprender todo lo malo para después empezar a aprender lo bueno”.
Es la crítica al pensamiento argentino pero que “no le sirve al
país”. O dicho de otro modo, a su modo: “Lo nacional es lo
universal visto por nosotros”, o “no se trata de incorporarnos a
la civilización colonialmente, sino de que la civilización se
incorpore a nosotros, para asimilarla y madurarla con nuestra propia
particularidad”.
Durante la segunda guerra mundial defendió y fundamentó la
neutralidad ante el enfrentamiento entre los imperios capitalistas, y
sostuvo que la auténtica defensa de la libertad y la democracia era
la lucha por la liberación de nuestro país semicolonial del
sometimiento británico. Esta posición era coincidente con la que
asumía, en el barrio de Coyoacán de Méjico, León Trotsky, quien a
su vez defendía la política nacionalista y agrarista del entonces
presidente Lázaro Cárdenas. Como decía Jauretche, “los
pueblos aman la libertad, pero exigen que su primera manifestación,
la primaria, sea la de la libertad nacional, que es la condición
previa de sus otras libertades”. El derecho a la libertad
individual, de raíz liberal economicista, se convierte en derecho a
la libertad de raigambre colectiva, por lo que abandona el campo de
la abstracción jurídica para convertirse en una categoría de
filosofía política que responde a una necesidad histórica. Su
programa antiimperialista puede resumirse en la posición de FORJA:
“Somos una Argentina colonial, queremos ser una Argentina
libre”.
La figura de Jauretche pone en tela de juicio el lugar del
intelectual argentino. Algunos les criticaban que no era historiador,
ni economista ni sociólogo, y él les contestaba: “Ni
intelectual, apenas un paisano que mira las cosas de su patria con
ojos argentinos y desde la vereda de las multitudes, ayer
yrigoyenistas, después peronistas”. Pero nosotros sabemos que
Jauretche era todo eso junto porque en definitiva era un pensador
nacional.
Javier Azzali, 2010.
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