Para nuestro pueblo, el 24 de marzo es la fecha de recordatorio del
inicio de la dictadura cívico militar en 1976, y de un modelo
económico y político de dependencia al que todavía hoy es
necesario terminar de desarmar totalmente. Para aquel año, la sombra
del proyecto de recolonización por parte de Estados Unidos se cernía
sobre la región sudamericana, y oscurecía los anhelos de progreso
social y liberación de sus pueblos. En 1973, el golpe de Pinochet en
Chile; en 1972, la bordaberrización y el golpe posterior en Uruguay,
la caída de Velazco Alvarado en Perú, la asunción del golpista
Banzer en Bolivia; años antes había caído Brasil en una cruenta
dictadura y se mantendría así muchos más, la que se sumaba a la
del Paraguay de Stroessner. Nuestra Argentina fue el último país en
caer en manos de un modelo de sociedad que se impuso al servicio
justamente de aquella dominación continental. Las dictaduras en el
cono sur en los setenta fue el corolario no querido de un largo
proceso de luchas y resistencias de parte los movimientos nacionales
latinoamericanos frente a las alianzas estratégicas entre las
oligarquías locales y la voluntad imperial de los Estados Unidos. El
derrocamiento de Juan Perón en 1955, y la larga posterior
proscripción del peronismo, abrió paso en nuestro país al
liberalismo económico y a un modelo de dependencia del capital
extranjero, con base en el compromiso y presión que significaba el
ingreso al Fondo Monetario Internacional y la sumisión a la
Organización de Estados Americanos y la Junta de Defensa,
hegemonizadas por el gran país del norte.
Así, en 1976 en nuestro país, con el nombre de
Proceso de Reorganización Nacional se instauró una sangrienta
dictadura que tuvo dos facetas: 1) la implementación del terrorismo
de estado, y 2) la desnacionalización de la economía, su entrega a
los capitales transnacionales y el sobreendeudamiento externo. Lo
primero fue la condición que hizo posible lo segundo, al llevar a
cabo una planificada política de secuestro, tortura y muerte sobre
toda la sociedad, pero especialmente sobre la clase trabajadora. Como
en el caso de la militarización de las fábricas (Ford, Mercedes
Benz, entre otras), la desaparición forzada de delegados sindicales
y la supresión de las comisiones internas, la división del país en
un obsesivo cuadriculado de zonas y subzonas con más de trescientos
campos de concentración. Su consecuencia fueron los treinta mil
desaparecidos, de los cuales, según el Nunca Más, el 30% son
obreros, el 21% estudiantes, el 18% empleados. El movimiento obrero
desarticulado, brutalmente reprimido, los sectores medios
progresistas también perseguidos, sus militantes desaparecidos,
silenciados o en el exilio. De este modo se avanzó en la
reconversión de nuestro país hacia un modelo de especulación
financiera, libre importación y apertura comercial, con la
consiguiente destrucción del aparato productivo local y el
sometimiento del mercado interno a los designios del capital foráneo,
la disminución del ingreso de los trabajadores en relación a la
producción nacional, pérdida de sus derechos laborales y una
desocupación que se volvería endémica. Es decir, el
desmantelamiento de los logros principales del movimiento nacional
con el peronismo en el poder, que había perdurado con vaivenes pese
a su proscripción. También es necesario señalar que no es verdad,
como sostiene cierto discurso académico, que toda
la sociedad fue cómplice:
hubo resistencia, como los trabajadores que se jugaron la vida con
sus paros y protestas, y como las Madres de Plaza de Mayo. Las clases
populares, como a lo largo de toda nuestra historia, nunca dieron su
apoyo a la dictadura.
Con la caída de la dictadura en 1983, se abrió una etapa de
democracia política que, sin embargo, no fue condición suficiente
para que los argentinos encontremos el camino de nuestra liberación
económica y social. El movimiento nacional no logró la organización
y representatividad política necesaria como para armar un proyecto
de nación que desandara el camino abierto por la dictadura. De este
modo en la década del noventa, toda Nuestra América se vio sometida
bajo el designio de políticas neoliberales, articuladas por
gobiernos afines al Consenso de Washington, como entre otros el de
Fujimori en Perú, Salinas de Gortari y Zedillo en México, Andres
Perez en Venezuela, y, en nuestro país, el de Carlos Menem. Éste,
simboliza la impotencia y frustración de las reivindicaciones del
movimiento nacional, al llegar al poder liderando al peronismo, con
lo que la principal arma política de las clases populares quedaba
inutilizada. De ahí las dificultades enormes por construir un nuevo
armado que diera representación política auténtica y de unidad a
los sectores nacionales, y las consiguientes frustraciones y
desuniones. La reedición de aquel viejo frente policlasista de
liberación nacional que había sido el peronismo, en los noventa se
alejaba definitivamente. La larga lucha de los sectores trabajadores
por resistir el desmantelamiento definitivo del país, sería un
esfuerzo que encontraría su justa recompensa en el campo de la
política, donde reinaba el discurso único del liberalismo. Es que,
mientras, el colonialismo pedagógico nunca dejó de actuar, sino que
se vio remozado con diferentes versiones, desde Neustadt y Grondona,
hasta la palabrería “seria y modernizadora” de Cavallo y De la
Rua, que hoy se repiten en el eco de Carrio y Macri.
Pero las propias contradicciones del capitalismo dependiente en su
versión semicolonial, así como la resistencia de las clases
populares, serían los ingredientes del caldero rebelde y audaz del
estallido social de diciembre de 2001, cuando la crisis
socioeconómica y política que estuvo incubándose tuvo su momento
cumbre.
Entre el 24 de marzo de 1976 y el 19 y 20 de
diciembre de 2001, se puede fechar el largo período de consolidación
del modelo neocolonial planificado por los Estados Unidos: de la
Doctrina de Seguridad Nacional y la política económica de
endeudamiento externo y desindustrialización diseñada por Martínez
de Hoz, pasando por el acatamiento de las doctrinas del FMI y los
planes de ajuste de Alfonsín, hasta el Consenso de Washington, las
privatizaciones de los servicios públicos, la política de deserción
del Estado, la apertura comercial y la convertibilidad cambiaria al
servicio de la fuga de capitales. El constante alineamiento con los
EUA demuestra la necesidad de tener una mirada totalizadora que
integre a la política interna y externa como consecuentes entre sí.
Todo ello conducía a una suerte de etapa superior, en la que se
consolidaría de un modo aún más sofisticada la dependencia,
configurada por el juego de estrategias económicas-políticas (el
TLCAN, ALCA, Plan Puebla Panamá) y militares (Plan Colombia, la
Iniciativa para la Región Andina). Pero el estallido de diciembre de
2001 en nuestro país formó parte también de una crisis política y
económica que era de carácter regional. Y a partir de ella se dio
inicio a una nueva etapa signada por la emergencia de nuevos
movimientos nacionales cuya principal característica es la
reivindicación de la identidad latinoamericana. Esta coincidencia
viene a tiempo a erigirse como límite y resistencia a esa nueva
etapa de recolonización del continente. Ahora, estamos en la
búsqueda de estrategias de unidad y autodeterminación, con la
responsabilidad por superar los conflictos y contradicciones que
nuestra región padece.
En cada país el movimiento nacional latinoamericanista adopta formas
diferentes, marcadas por lo autóctono y por el deseo de
reorganización de los sectores populares, en algunos más logrados
que en otros, y algunos todavía están en la espera, como el caso de
Perú y la estratégica Colombia. En el nuestro, de la crisis terminó
surgiendo el gobierno de Néstor Kirchner que marcó diferencias
sustanciales con las políticas del neoliberalismo, en el que cada
una de las variables características del modelo impuesto desde la
dictadura se fue invirtiendo. Y en la política exterior el
compromiso con los intereses de la región latinoamericana frente al
ALCA. Y en este punto hoy nos encontramos, en donde el camino está
abierto con la necesidad de profundizar su senda y avanzar aún mucho
más.
Desde el Centro Cultural Enrique Santos Discépolo nos hemos
propuesto hacer nuestro aporte a esa búsqueda, con el rescate de la
memoria colectiva, por la batalla de ideas que en nuestro país tiene
el significado concreto de la descolonización pedagógica y
cultural, la reivindicación del pensamiento nacional y por la
construcción política, para acompañar al pueblo en su protagonismo
en la creación de los caminos hacia la liberación nacional.
24 de marzo de 2008.
DECLARACION DEL CESD
(POR JA)
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