La última dictadura militar, junto a sus planes de represión y
miedo generalizado, tuvo también una política de colonización
cultural imprescindible para sostener el modelo de dependencia
impuesto. Una cultura de la dependencia que, aunque se sustentara
principalmente en el hecho atroz de la represión, también mostró
un definido perfil ideológico que cayó como un manto áspero sobre
un pueblo ahogado y maniatado.
La dictadura militar de 1976 fue esencialmente parte de la
recolonización de Latinoamérica por parte de los Estados Unidos y
el poder financiero mundial. Su programa de gobierno de endeudamiento
externo, fuga de capitales y destrucción de las industrias locales,
con sus efectos de desocupación, recesión, caída del ingreso de
los trabajadores, y por sobre todo su política de represión y
terror, destruyó las bases para un crecimiento soberano del país.
Su legado fue el de la más grave dependencia en la historia de la
patria, cuyos efectos aún persisten y que se expresó en todos los
aspectos de la vida social: la economía, la política y también la
cultura, entre la represión y el exilio, la quema de libros, las
listas negras de autores, escritores y artistas, libros y canciones
prohibidas. Todo esto en nombre de ese ser nacional falsamente
invocado, como les impetró Rodolfo Walsh en su Carta Abierta, con el
fin de explotar al pueblo trabajador y disgregar a la nación.
Persecuciones, censura y prohibición fueron parte de una táctica de
guerra contra la subversión, como sostenía el folleto “Subversión
en el ámbito educativo (conozcamos a nuestro enemigo)”
publicado por el Ministerio de Educación nacional en 1977.
A la política del miedo le acompañó una política deliberada para
socavar las bases nacionales y la autoestima del pueblo, con base en
la autodenigración de la capacidad creativa y colectiva de lo
autóctono. Tuvo lugar un proceso de extranjerización cultural cuyo
efecto fue la enajenación del individuo respecto del pueblo al que
pertenece, por el cual, como explicaba Hernández Arregui, la persona
se percibe “extranjero no sólo por su manera de pensar sino
también en su manera de sentir y aunque vive en el país, permanece
extraño a su realidad profunda” (en “¿Qué es el ser
nacional?”).
Esta enajenación de las cosas nuestras y de una aproximación
cultural a los problemas reales del país. Así como las manufacturas
importadas quiebran las industrias locales, todo producto cultural
foráneo era percibido como espiritualmente superior a lo nativo. Esa
vieja falsa dicotomía presente en las raíces de la distorsión de
nuestra cultura, de la lucha de la civilización europeísta contra
la barbarie mestiza y latinoamericana, se reactualizaba al servicio
de la dictadura militar. Una concepción colonial y etnocentrista que
nos devolvía una imagen cultural deformada del país, haciendo una
economía liberal y antinacional y una interpretación mitrista de la
historia en la que el pueblo es simple testigo del protagonismo de
las elites cultas. El predominio del idioma inglés, sus hábitos de
consumismo, la suficiencia del individualismo y de la vida “light”
fueron (y aún lo son) extensiones de la cultura imperialista de los
Estados Unidos. Se trata del laberinto de una cultura colonizadora,
no por provenir de otro país sino por responder a realidades ajenas
y hasta de intereses opuestos por su vocación de dominio de potencia
mundial. Esta cultura de la dependencia significó una renovación,
por medios represivos y brutales, del tradicional colonialismo
cultural presente desde los orígenes de las luchas emancipatorias en
el siglo XIX.
La cultura nacional.
En los países periféricos y dependientes como los nuestros, la
cultura nacional es expresión de la búsqueda de la identidad
nacional del pueblo, perdida en el laberinto del colonialismo
pedagógico. Esta autoafirmación de la identidad nacional, en el
plano político, es el sustento cultural de una posición
antiimperialista, por su crítica a la alienación de la cultura
dominante. La cultura nacional está integrada por las diferentes y
las más variadas expresiones del arte, literatura, música, pintura,
y otras creaciones en general, desde nuestra realidad en
contraposición a una interpretación etnocentrista, ajena y estéril.
Echar raíces en el pueblo, en las cosas nuestras, es hacerlo desde
lo nacional, siendo que “lo nacional es lo universal visto desde
aquí”, según la conocida y justa definición de Arturo Jauretche.
El imperativo de Ricardo Carpani que el arte no puede ni debe estar
desligado del compromiso político resume conceptualmente la cuestión
del hecho cultural, es asumir la opción por impugnar la cultura
universalista pero no universal, y nacionalista pero no nacional.
A principios del siglo XX, Manuel Ugarte expresó una precisa
concepción de la cultura nacional latinoamericanista que aún nos
sirve de orientación: “menos letrada y más basta, pero llena de
espontaneidad en su inspiración autóctona, esta corriente empieza a
dar forma insegura y estilo, a veces precario, a los paisajes y
vibraciones locales, afrontando deliberadamente la dificultad de la
exploración en zonas donde hay que improvisarlo todo…en una órbita
aparentemente inferior respecto a quienes solo intentan asimilar las
creaciones universales, asume la tarea de desbrozar el campo, dando
vida a las primeras concreciones del futuro arte nacional” (El
dolor de Escribir).
JA (Centro de Estudios Históricos y Sociales Felipe
Varela)
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