viernes, 8 de julio de 2016

Cultura nacional y dependencia, en la última dictadura militar.


La última dictadura militar, junto a sus planes de represión y miedo generalizado, tuvo también una política de colonización cultural imprescindible para sostener el modelo de dependencia impuesto. Una cultura de la dependencia que, aunque se sustentara principalmente en el hecho atroz de la represión, también mostró un definido perfil ideológico que cayó como un manto áspero sobre un pueblo ahogado y maniatado.
La dictadura militar de 1976 fue esencialmente parte de la recolonización de Latinoamérica por parte de los Estados Unidos y el poder financiero mundial. Su programa de gobierno de endeudamiento externo, fuga de capitales y destrucción de las industrias locales, con sus efectos de desocupación, recesión, caída del ingreso de los trabajadores, y por sobre todo su política de represión y terror, destruyó las bases para un crecimiento soberano del país.
Su legado fue el de la más grave dependencia en la historia de la patria, cuyos efectos aún persisten y que se expresó en todos los aspectos de la vida social: la economía, la política y también la cultura, entre la represión y el exilio, la quema de libros, las listas negras de autores, escritores y artistas, libros y canciones prohibidas. Todo esto en nombre de ese ser nacional falsamente invocado, como les impetró Rodolfo Walsh en su Carta Abierta, con el fin de explotar al pueblo trabajador y disgregar a la nación. Persecuciones, censura y prohibición fueron parte de una táctica de guerra contra la subversión, como sostenía el folleto “Subversión en el ámbito educativo (conozcamos a nuestro enemigo)” publicado por el Ministerio de Educación nacional en 1977.
A la política del miedo le acompañó una política deliberada para socavar las bases nacionales y la autoestima del pueblo, con base en la autodenigración de la capacidad creativa y colectiva de lo autóctono. Tuvo lugar un proceso de extranjerización cultural cuyo efecto fue la enajenación del individuo respecto del pueblo al que pertenece, por el cual, como explicaba Hernández Arregui, la persona se percibe “extranjero no sólo por su manera de pensar sino también en su manera de sentir y aunque vive en el país, permanece extraño a su realidad profunda” (en “¿Qué es el ser nacional?”).
Esta enajenación de las cosas nuestras y de una aproximación cultural a los problemas reales del país. Así como las manufacturas importadas quiebran las industrias locales, todo producto cultural foráneo era percibido como espiritualmente superior a lo nativo. Esa vieja falsa dicotomía presente en las raíces de la distorsión de nuestra cultura, de la lucha de la civilización europeísta contra la barbarie mestiza y latinoamericana, se reactualizaba al servicio de la dictadura militar. Una concepción colonial y etnocentrista que nos devolvía una imagen cultural deformada del país, haciendo una economía liberal y antinacional y una interpretación mitrista de la historia en la que el pueblo es simple testigo del protagonismo de las elites cultas. El predominio del idioma inglés, sus hábitos de consumismo, la suficiencia del individualismo y de la vida “light” fueron (y aún lo son) extensiones de la cultura imperialista de los Estados Unidos. Se trata del laberinto de una cultura colonizadora, no por provenir de otro país sino por responder a realidades ajenas y hasta de intereses opuestos por su vocación de dominio de potencia mundial. Esta cultura de la dependencia significó una renovación, por medios represivos y brutales, del tradicional colonialismo cultural presente desde los orígenes de las luchas emancipatorias en el siglo XIX.
La cultura nacional.
En los países periféricos y dependientes como los nuestros, la cultura nacional es expresión de la búsqueda de la identidad nacional del pueblo, perdida en el laberinto del colonialismo pedagógico. Esta autoafirmación de la identidad nacional, en el plano político, es el sustento cultural de una posición antiimperialista, por su crítica a la alienación de la cultura dominante. La cultura nacional está integrada por las diferentes y las más variadas expresiones del arte, literatura, música, pintura, y otras creaciones en general, desde nuestra realidad en contraposición a una interpretación etnocentrista, ajena y estéril. Echar raíces en el pueblo, en las cosas nuestras, es hacerlo desde lo nacional, siendo que “lo nacional es lo universal visto desde aquí”, según la conocida y justa definición de Arturo Jauretche. El imperativo de Ricardo Carpani que el arte no puede ni debe estar desligado del compromiso político resume conceptualmente la cuestión del hecho cultural, es asumir la opción por impugnar la cultura universalista pero no universal, y nacionalista pero no nacional.
A principios del siglo XX, Manuel Ugarte expresó una precisa concepción de la cultura nacional latinoamericanista que aún nos sirve de orientación: “menos letrada y más basta, pero llena de espontaneidad en su inspiración autóctona, esta corriente empieza a dar forma insegura y estilo, a veces precario, a los paisajes y vibraciones locales, afrontando deliberadamente la dificultad de la exploración en zonas donde hay que improvisarlo todo…en una órbita aparentemente inferior respecto a quienes solo intentan asimilar las creaciones universales, asume la tarea de desbrozar el campo, dando vida a las primeras concreciones del futuro arte nacional” (El dolor de Escribir).
JA (Centro de Estudios Históricos y Sociales Felipe Varela)

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