Desde el título nos preguntamos por una de las cuestiones más
importantes en la actual disyuntiva histórica. Desde una posición
liberal conservadora ha sido impugnado por el autoritarismo de “los
jerarcas sindicales”, mientras que desde la liberal de izquierda se
le ha adjudicado la etiqueta de conciliadora o burócrata,
generalización cuyo alcance termina salpicando a toda la clase
obrera. Como en todo, no hay respuestas de manual, pero sí hay
claves históricas que no pueden ser omitidas para intentar una
comprensión más certera. De acuerdo con la interpretación que los
sectores populares son los hacedores de la historia, a veces en la
resistencia y otras en ascenso dando sustento a un proyecto nacional,
lo mismo puede decirse del movimiento obrero organizado, cuyo
protagonismo en la vida política es de notoria importancia. Desde la
irrupción de los trabajadores en la política el 17 de octubre de
1945 para defender y pedir por Perón, y luego para ser la columna
vertebral del movimiento peronista, hasta la épica de la resistencia
tras el golpe del 55. La conciencia de clase se expresa desde
entonces mediante el peronismo como identidad política. Cooke fue
quien señaló a la antinomia peronismo-antiperonismo como expresión
concreta e histórica de la lucha de clases en nuestro país. Los
documentos de las 62 organizaciones de La Falda (1957), de Huerta
Grande (1962) y el de la CGT de los Argentinos (1968), dan cuenta de
su apoyo a un programa nacional y popular, es decir de defensa de la
soberanía nacional y la justicia social al mismo tiempo, en donde
los puntos centrales planteaban la nacionalización de las áreas
estratégicas de la economía y el control obrero de la producción.
También cabe contar el apoyo al Pacto Social de 1973, una de las
tres patas fundamentales del modelo nacional de Perón. La
confrontación con la dictadura cívico militar con los 25 y luego la
lucha de la CGT de Ubaldini, constituyen hitos en la trayectoria del
sindicalismo, no siempre debidamente recordados en su auténtica
dimensión política. La posición opositora asumida durante el
alfonsinismo, también se hizo en nombre de la protección del
trabajo, el salario y el patrimonio nacional, a la vez que en 1987 se
defendía la estabilidad democrática. En los 90, las banderas
nacionales y populares tuvieron expresión en los gremios enrolados
en el MTA y la CTA, quienes fueron protagonistas de la resistencia al
neoliberalismo.
El proyecto nacional iniciado en 2003, impulsa un programa de
reindustrialización del país, la defensa de la soberanía nacional
y el importante aumento de trabajo, con el fin de revertir el modelo
elitista de producción primaria y hegemonía especulativa financiera
impuesto por la última dictadura. Entre los dos grandes campos
políticos económicos en que se divide la realidad argentina, el
movimiento obrero organizado brindó un estratégico apoyo desde la
reivindicación de posiciones nacionales y democráticas. La
realización de la tarea histórica de la hora -la superación del
país oligárquico- exige consolidar el programa de desarrollo del
mercado interno, favoreciendo tanto a los empresarios como a los
trabajadores. Unos, en su función de producir e invertir, y los
trabajadores por su fuerza de trabajo indispensable para el circuito
productivo y la capacidad de consumo en el mercado interno. Solo si
hay trabajo se puede luchar por mejorar sus condiciones de
producción, y solo si hay crecimiento industrial y acumulación de
capital hacia dentro se puede redistribuir el ingreso. Pero pese a
esto, no es posible creer que el empresariado tiene el mismo interés
último que los trabajadores, porque la lucha de clases no se
suspende en verdad y por eso justamente es la principal fuente de las
contradicciones internas y de desequilibrio del campo nacional. El
empresariado resuelve la puja redistributiva por vía de la
inflación, disminuyendo el ingreso de los trabajadores, lo que se
justifica con la consigna falsa que los aumentos de salarios producen
aumento de precios, uno de los grandes mitos impuesto por la patronal
como critica con acierto Héctor Recalde en su último libro. Habría
que recordar aquello de Gelbard, hombre de la supuesta burguesía
nacional, en el congreso de la productividad de 1954, cuando se
alarmaba que el delegado en la fábrica tenía más poder que el
patrón, porque con solo tocar un silbato la paralizaba. Además, la
actual concentración y extranjerización del alto empresariado
dificulta un nuevo Pacto Social; al mismo tiempo que el trabajo no
registrado todavía tiene niveles muy altos y persiste la precariedad
laboral en muchos sectores.
En fin, en estos años se evidenció un importante crecimiento del
sindicalismo, a través del aumento de la filiación, de la capacidad
de negociación colectiva con el regreso de las paritarias, y de la
recuperación de las comisiones internas en los lugares de trabajo.
Para la actual etapa de desarrollo productivo, el movimiento obrero
organizado es clave para que el proyecto nacional y popular en
marcha, pueda sostener la política de defensa de los trabajadores,
de cara al conflicto capital-trabajo y la puja redistributiva, con el
mayor sentido de justicia social posible. Y también por su capacidad
de ser correa de transmisión ideológica a través de los delegados
de base, en su mayoría integrada por una nueva y joven generación
que, en un futuro cercano, ocupará sitios de conducción en el
recambio natural de la dirigencia gremial. No está de más recordar
que los trabajadores, más que los empresarios, son los que mejor
pueden llegar a tener conciencia que su destino está atado al del
país en su conjunto, porque mientras el capital puede fugarse,
aquellos siempre se quedan sufriendo las penurias del país sometido.
Lo que le da sentido a esa vieja frase de Hernández Arregui, en
cuanto que los trabajadores son los más consecuentemente nacionales
y los más leales. El movimiento obrero debe protagonizar la vida
política del país porque no solo podría afirmarse que está en su
naturaleza social, sino que además encuentra fundamentos históricos.
JA
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