El ciclo político reaccionario
iniciado en la región sudamericana ha encontrado un punto de
consolidación con el resultado de las elecciones presidenciales en
Brasil, con el triunfo en la segunda vuelta de Jair Bolsonaro con el 55% de los votos. Cuando
en diciembre de 2015 asumió un gobierno neoliberal en Argentina, aún
Dilma Rousseff era la Presidente de Brasil y un posible retorno de
Lula alentaba la esperanza de disputar el centro del poder político
sudamericano, pero ahora, casi tres años después, el escenario
declina fuertemente. La posibilidad de recuperar en algún tiempo
relativamente cercano, el proceso de integración continental con eje
en la autonomía como un bloque en las relaciones internacionales, se
aleja.
El
ascenso de Bolsonaro por la vía electoral tiene ribetes espureos,
dada la proscripción del principal candidato en las encuestas, Lula,
y la presión para ello contra los jueces mediante una amenaza de
intervención militar de parte de quien es, ahora, el vicepresidente
entrante.
Ahora,
la importancia de Brasil es indudable. A nivel mundial, es parte de
los BRICS –ahora ejerce su presidencia-, y en lo continental, la
relación económica y cultural –más que política- con Argentina,
la potencialidad de una alianza estratégica para sustentar una
integración continental, así como la posesión de grandes recursos
naturales –hidrocarburos, minerales, agua y diversidad biológica-
y el territorio de unidad política más grande en Sudamérica, lo
convierten en un actor central. Pero, dos líneas estratégicas y
contrapuestas sobre el rol del país en la región y en el mundo se
disputaron la dirección política del Planalto. Una, expresada en
los gobiernos del PT, con figuras como Celso Amorim y Marco Aurelio
García, e intelectuales como Luiz Moniz Bandeira, priorizaba el
acercamiento a la Argentina y el interés por la formación de un
bloque regional. El Varguismo es el antecedente histórico en el
siglo XX, sobre el cual se asienta esta política. Un perfil
protagónico de la integración pero no hegemónico, de relación
fluida con Estados Unidos, pero no subordinada, y, menos aún,
exclusiva. La conformación de los BRICS y el giro hacia Rusia y
China, lo combinó con su incorporación significativa al G-8. Esta
política exterior soberana se asentó en la promoción del
desarrollo productivo nacional, con eje en el mercado interno y la
inclusión de mayorías populares. El sector financiero, al igual que
en Argentina, no cesó en su alta rentabilidad, pero el modelo
productivo era el eje principal de la política nacional democrática
del PT.
La
otra línea histórica en materia de política exterior ha sido
predominante durante largas décadas, a partir de la dictadura
militar de 1964-1985, que no en vano fue la más larga de sudamérica
después de la de Stroessner en Paraguay. El nacionalismo militar
brasileño, tras los golpes a Getulio Vargas y a Joao Goulart, ha
tenido el particular significado histórico de la subordinación a
los Estados Unidos como su predilecto instrumento de dominación en
la región, con el cual garantiza la fragmentación continental bajo
la forma de satélite y una especie de subimperialismo como describía
con agudeza el pensador uruguayo Vivian Trías. Esta sumisión se
combinó con el apoyo de los Estados Unidos a la industrialización
del país, en donde de todas maneras el Estado brasileño mantuvo una
presencia fuerte en la economía y la dirección de la defensa de los
intereses nacionales. El propósito geopolítico estadounidenses en
la región se cumplió destruyendo las condiciones para una alianza
entre Brasil y Argentina, promoviendo la industria en uno y
liquidándola en nuestro país, donde se agitaba un poderosos
movimiento sindical. Esta última posición estaría reactualizándose
en Brasil, como instrumento del proyecto de dominación de los
Estados Unidos.
Una
revisión crítica.
A
modo de una necesaria revisión de la historia reciente, vale decir
que los movimientos nacionales encontraron, de una manera o de otra,
rasgos de agotamiento, principalmente a partir de las dificultades
para modificar la estructura social y económica, en la integración
regional en áreas estratégicas de la economía, y buscar el
fortalecimiento de los sectores populares en su protagonismo social y
el debilitamiento de las alianzas sociales policlasistas, a partir de
la erosión de la base. En el caso de Brasil, las disidencias
razonables del MST y de la CUT derivaron en confrontación
contra Dilma Rousseff, mientras que el final se precipitó por un
acto de traición del partido aliado principal -el PMDB-, en el
contexto de un sistema político profundamente corrupto. Y tanto en
Argentina como en Brasil, buena parte de los sectores medios se
mostraron vacilantes o directamente brindaron su apoyo fervoroso a
las propuestas conservadoras, debilitando así la alianza social
nacional popular.
Los
hechos se sucedieron como un dominó en caída: las movilizaciones
callejeras contra el gobierno promovidas por la Red O´Globo, el Lava
Jato, el desconocimiento de Aecio Neves de la victoria escueta de
Dilma, la ruptura con el PMDB y la destitución –legal pero
ilegítima- de la Presidente, quien acusó a su Vicepresidente Michel
Temer, de ser su conspirador principal. La prisión política de
Lula, además de mostrar la urgencia de los sectores dominantes por
despejar cualquier posible regreso nacional democrático, a la vez
revela la impotencia del movimiento popular por dar respuesta eficaz.
Todo esto debilitó al PT en el poder y facilitó la reacción
destituyente. El régimen se instaló sobre estas condiciones y
avanzó todo lo que pudo: reforma laboral, regresión de derechos de
los trabajadores y de los sectores populares; lo cual hundió al país
entero en una crisis generalizada, económica y de representación
política que sirvió de contexto al drama de la inseguridad, la
violencia y la desigualdad social.
Crisis
y confrontación.
Llama
la atención del análisis crítico, la coincidencia de la crisis
brasileña con los temas de agenda impuestos por los Estados Unidos
en la última Cumbre de las Américas celebrada en Lima, Perú:
corrupción y gobernabilidad. Casualmente, si se quiere, Perú
muestra hace tiempo un escenario de crisis política sin otro destino
que la impotencia, mediante el asedio judicial criminal contra los
principales dirigentes políticos.
El
Lava Jato, el caso Odeberecht, el protagonismo de jueces y la
actuación de los multimedios concentrados, lastiman las formas de
representatividad política, a las organizaciones de defensa de los
derechos de los trabajadores, y hasta a los empresarios locales,
lastimando al conjunto de las fuerzas productivas. Este golpe a los
espacios nacionales tiene el tradicional tono de la agresión
imperialista. Las sanciones recientes del imperialismo norteamericano
están destruyendo al capital privado nacional, denunció el
presidente de Venezuela, mientras anuncia el hallazgo de la segunda
reserva aurífera del planeta. Extraordinaria sede de recursos
naturales es la nación bolivariana, que junto a Bolivia, Nicaragua y
Cuba, conforman el eje de la resistencia continental.
Brasil
se encuentra en una crisis económica productiva que se arrastra
desde la gestión de Dilma Roussef, con las amenazas de recesión,
desocupación, caída del salario real y aumento de la deuda externa.
Aún es temprano como para adelantar una opinión definitiva sobre el
rumbo económico certero del nuevo gobierno, pero las poderosas
fuerzas económicas existentes en Brasil lo consideran propio. Hay
hechos de indudable relevancia. Paulo Guedes, un economista que se ha
destacado en las lides de los Chicago Boys –hasta en Chile lo
recuerdan por eso-, es principal referente y el vocero de los
anuncios en la materia. La fusión de los ministerios de industria y
comercio con el de hacienda es uno de ellos, y ha sido rápidamente
cuestionado por los alarmados sectores industriales y textiles
enteramente ligados al mercado interno. ¿Cómo actuarán los intereses industriales, qué tan debilitados están? Sobre esto, es ilustrativa una reciente entrevista a Pedro Celestino en Jornal Do Brasil, figura del empresariado nacional,
quien sintetizó el problema: como desde 1930, Brasil está entre
quienes defienden un proyecto de interés nacional y los que piensan
“para fora”. Y alerta: si seguimos en esta dirección, vamos a
equipararnos a Nigeria, que tiene 190 millones de habitantes, es
productora de hidrocarburos, pero no tiene política de desarrollo.
La vía de crecimiento que elija el gobierno entrante se definirá en
la puja entre las diferentes fuerzas económicas y las élites
financieras, comerciales, exportadoras e industriales, y el
desarrollismo nacionalista que podría haber sobrevivido en el
ejército.
Si
está por verse la suerte de los industriales, la de los trabajadores
es evidentemente barranca abajo: según la CEPAL, la desocupación en
Brasil, donde reside el 40% de los trabajadores latinoamericanos, es
la mayor del continente detrás de Haití y Venezuela, a la par que
la precarización de sus condiciones de trabajo se ahondó con la
peor reforma laboral de su historia, aprobada por la Legislatura
Nacional el año pasado, mientras se anuncia una similar en materia
previsional.
El
nuevo Presidente, quien, cuando votó por la destitución de Dilma,
elogió al Coronel Brilhante Ustra, encargado del grupo de represión
a los opositores en la dictadura, y acusado de crímenes de tortura
que han quedado impunes, también ha calificado de actos terroristas
a las medidas de acción y protesta del Movimiento Sin Tierra. Detrás
de su lenguaje reaccionario, asoma el tradicional racismo de las
elites brasileras. La confrontación social amenaza con ahondar las
grietas del país y, junto al seguro mantenimiento de Lula en su
encierro, dan motivos de sobra para la preocupación.
1
de noviembre de 2018.
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